martes, 26 de julio de 2011

vida del hombre

Todo en esta vida tiene un inicio y un fin, así se hable del hombre, del reino animal, el vegetal o el mineral. Como todo en esta vida tiene un principio, si hablamos del hombre debemos tomar en cuenta las distintas filosofías, para comprender lo que cada una considera el inicio de la vida humana. Nosotros, los que tenemos en nuestra vida la filosofía cristiana, sabemos que nuestro origen es Dios, y por lo tanto no debemos tener ninguna duda sobre nuestro origen y destino, ni de que los vivimos con toda libertad.
Como ahora nos ocuparemos de la vida del hombre, iniciemos dándonos cuenta de que en el principio no éramos nada y todo era oscuridad. Posteriormente apareció una pequeña luz, que sería importante en el futuro pero aún nada significaba para nuestra existencia: algo tramaban un hombre y una mujer, pero aun no era realidad. Se presentó al fin un encuentro definitivo, se pasó de las palabras a las caricias y más tarde a las reuniones frecuentes; con el tiempo los sentimientos y el conocimiento mutuo fueron mayores, hasta que determinaron de común acuerdo que ya era tiempo de realizar su vida en común, y decidieron culminarlo en la casa de nuestro Padre Dios, poniéndolo a Él como supremo testigo de su compromiso recíproco y pidiendo su bendición.
Para las demás filosofías en el mundo, el matrimonio quizás sólo sea una ceremonia, pero para nosotros es un Sacramento: un signo visible en el camino de la santificación, instituido por nuestro Señor Jesucristo en las Bodas de Caná, de acuerdo con las palabras de la Escritura, dichas y repetidas de una u otra forma en el Antiguo y el Nuevo Testamentos: «Por esto dejarán el hombre y la mujer a su padre y a su madre y formarán una sola familia, donde ya no serán dos sino una sola persona para toda la vida».
De esa unión santificada y por el grande amor que se tuvieron nuestros padres, por fin se juntaron los elementos necesarios para darnos vida. Por el poder de Dios y gracias a la unión de dos células aportadas por ellos, un óvulo y un espermatozoide, hubo un huevo fecundado, con el cual inició nuestro crecimiento: primero la división del huevo en las dos primeras células, luego la blastómera y, si nadie nos detuvo, fuimos un embrión a las 6 semanas, luego un feto a las 24, y a las 36 ya nos alistábamos para conocer el mundo, que nos recibió alrededor de las 48 semanas y del cual formamos parte en cuanto nuestra madre nos permitió conocerlo. Ella, sin dejar sus quehaceres y obligaciones propias, se preparó para el acontecimiento, y para atendernos debidamente en cuanto careciéramos de la protección omnipresente de su matriz.
Así, esa nada que éramos en el principio, sólo un proyecto divino del que nadie en este mundo tenía noción, se convirtió en el bebé que nuestros padres arroparon, cuidaron y, en la mayoría de las veces, besaron sabiendo que era carne de su propia carne. Ella, nuestra madre, sabía cuánto ayudó para darnos la vida; más tarde nos la sostuvo con la leche de sus pechos, lo más sagrado de su ser: el alimento más completo que existe en el mundo. Poco le importaba a ella si engordaba o enflacaba, pues sabía que lo que le daba a su hijo, nadie más podría proporcionárselo.
Nada iguala el valor de la leche materna ni el cariño que una madre da a su hijo, de los que ella siempre tiene suficiente y bueno, por muy pobre que sea. Claro, siempre y cuando este hijo fuera concebido con amor.
Un hombre y una mujer decidieron unir sus vidas, pusieron su relación ante Dios, y con el tiempo pensaron que ya era tiempo de ver un retoño de su gran amor. Se vieron compensados con ese regalo de Dios, al que cuidaron y dieron lo mejor, para gloria de Dios mismo y, más tarde, orgullo y beneficio de la familia, tanto en lo material como en lo espiritual. Pero no debes pensar «si tengo un hijo, es para que me mantenga cuando yo esté viejo». Si le das buena educación (estudios, ejemplo, el valor del trabajo, temor de Dios), él mismo verá la obligación de devolver lo que de sus padres obtuvo.
Inició después nuestra etapa independiente: ya no queríamos que mamá nos cuidara porque ya estábamos grandes; buscamos la compañía de otros que tuvieran nuestra misma edad, hicimos travesuras que eran y deben ser corregidas por nuestros padres, igual que caprichos, berrinches, desobediencias, malas palabras, ademanes... Quizás todavía en nuestra niñez no había psicólogos que pregonaran a diestra y siniestra «no lo reprima porque lo trauma», con lo cual yo no estoy de acuerdo: si al niño se le corrige adecuadamente, él entiende y se va formando muy bien, gusta convivir con sus padres, con sus mascotas si las tiene.
La niña llega a la edad de las ilusiones y el niño, de soñar con proezas.
La adolescente piensa en sus quince primaveras; más adelante, si no se le orienta, busca la modernidad inadecuada, mostrando lo que debe ocultar y cuidar, es decir, su apreciado cuerpo, y algo parecido ocurre con el joven.
Nuestra vida es como nuestros padres nos ayudaron a realizarla y, más tarde, como nosotros quisimos llevarla en adelante. Si decidimos hacer de nuestra vida algo bonito, así será, de modo que no hay que dormirnos, porque cuando menos pensemos, tendremos nuestras propias responsabilidades y deberemos elegir un camino para realizar los talentos que Dios y nuestros padres nos dieron.
Si decidimos ser médicos, nos encontraremos con que todos los que nos sostuvieron ya son mayores; unos dejaron su vida en el campo, otros tuvieron que emigrar a Estados Unidos; otros más ofrendaron su juventud en los trabajos de la ciudad. Que, debido a tantas carencias, nuestros indígenas vienen a buscarse la vida en las ciudades, como familia o como mujeres solas; otras, indígenas o mestizas, quedaron solas en sus lugares de origen por no sentirse con fuerzas para peregrinar con su marido a las ciudades o a otro país.
Si trabajamos con una población mayoritariamente de gente anciana, nos enfrentamos a problemas serios de salud. Aparte de que ya no es productiva, tiene carencias importantes en su organismo, como cardiopatías, hipertensión, deficiencias pulmonares (bronquitis agudas y crónicas, enfisemas, fibrosis) y mentales (como la terrible enfermedad de Alzheimer); diabetes, alteraciones renales (glomerulo-nefritis, pielonefritis, infecciones, insuficiencia) y digestivas (gastritis, úlcera, colitis, degeneraciones colónicas); degradación de la colágena (artritis, reumatismo, artropatías): todos ellos, padecimientos discapacitantes que debemos atender para que tengan un buena vejez, pero no en los asilos, sino en sus hogares, con la familia.
Este comentario viene porque debemos tener siempre presente que todos, tarde o temprano, llegaremos al final de la vida, tenemos que dejar este mundo y así como nuestros ancestros murieron terminando su ciclo vital en la Tierra y como nuestros contemporáneos, todos, aunque se nos parta el corazón, debemos ser fuertes y pensar que solamente se nos adelantaron un poco y que cuando nosotros tengamos que dejar esta vida, alguien nos estará esperando y nos estará guardando un rinconcito; no estaremos solos, porque debemos creer en lo que se nos dijo: «ya no estaré con ustedes porque iré a prepararles un lugar cerca de mi Padre».
Si en esta vida nos esforzamos, tengamos la seguridad de que tendremos una feliz recompensa, que nunca se agotará y que nos durará toda la vida, y más si nunca olvidamos y cuidamos a nuestros viejitos, aunque no sean nuestros padres. En la profesión tan sublime que escogimos, es un deber proporcionarles en lo que más podamos salud, alegría, comodidad y felicidad, con mucha gratitud y afecto, por el solo hecho de haber llegado a ancianos. Recordemos aquel refrán «como me ves te verás»: pues que eso signifique tener una ancianidad feliz.
Quienes tengan a sus padres, no los olviden, llámenles aunque sea para saludarlos y saber como están, no solamente cuando necesitan dinero. Quienes ya no los tienen aquí en la Tierra, no se olviden de pedir por ellos, pues aunque no lo crean, ellos siempre están con nosotros y también necesitan que nos acordemos de ellos. Si alguien piensa que no necesita a sus padres porque ya es independiente, está en un grave error: nunca deja uno de necesitar a sus padres, aunque sea para recordarnos que por ellos estamos aquí; por mucho que los odiemos, son nuestros padres y por lo menos merecen respeto, y si no les damos, al menos no les quitemos.
En esta vida, padre y madre sólo hay uno, aunque se diga que padre no sólo es el que engendra sino el que mantiene y saca adelante a los pequeños. Digan lo que digan, padres sólo hay unos y éstos son los biológicos; el problema viene por por las decisiones equivocadas, producto de la inmadurez o la ignorancia de hacia dónde se dirigían cuando decidieron formar un hogar.
Pero esto es responsabilidad de ellos como padres, incluso si después por no comprenderse y la poca responsabilidad deciden separarse, sin importar lo que pase con sus hijos. Entonces se justifican diciendo que esa no era vida sino un infierno, que merecen una mejor vida, vivir su felicidad y juventud perdida, que se equivocaron y fue un error de juventud... Súmenle que como padres fueron inútiles para formar a sus hijos, creyendo que con darles todo el dinero posible ya cumplían: ahí tienen su premio y con ribete, porque ahora tienen que cargar con el hijo o la hija.
¿Los hijos de los pobres, analfabetos, borrachos, drogadictos, rateros, flojos, machos? Unos dicen desconocer los resultados de su ignorancia, en cuanto a que de pronto se vieron embarazadas a pesar de que «se cuidaron» o las cuidaron. Eso no justifica que los hijos llamados ‘no deseados’ carguen con la culpa y los errores de sus padres.
Personalmente, no creo que haya ignorancia. Cuando un hombre y una mujer van a la cama, es porque ya saben que puede haber un embarazo; en la actualidad y con tantos medios de comunicación que continuamente explotan el sexo o hablan de él, existen pocas personas que puedan argumentar ignorancia. Podrán no tener qué comer, dónde dormir o qué vestir, pero no falta una televisión; ésta es la educación de la mayoría de nuestra gente, y ahí difícilmente faltan escenas «de amor» y relaciones sexuales gratis... Y hay cines, centros de baile de los llamados de moda, en donde no faltan las insinuaciones para experimentar.
Padres de familia: la educación inicia por ustedes, en el seno de su familia; así se dan cuenta como andan sus hijos. No se los dejen a las escuelas, sacerdotes, psicólogos, psiquiatras o gobiernos, porque ellos no saben educar mejor que ustedes; ellos continúan lo que los hijos llevan de sus casas, por lo que ustedes, padres de familia, tienen que estar siempre atentos a los adelantos o atrasos de sus hijos. Claro que esto representa trabajo, la mayor parte del cual evadimos con «no tengo tiempo», «para eso pago», «yo trabajo y no me dan tiempo en la oficina para ir a las juntas», «no nos alcanza, así que tenemos que trabajar los dos», «estoy muy cansada (o) para revisar tareas», «no exijo calificaciones, al fin que mi hijo ya está en la profesional», «pago mucho por su educación»... Nada más falso, son justificaciones de gente irresponsable. ¿Qué? ¿Su hijo no les merece siquiera que pongan atención en su formación? Él no sabe lo que necesita para defenderse en esta sociedad, ustedes sí, pero no se lo dan.
¿Querrás a tus hijos? ¿Quién te dijo que tener hijos es tener muñequitos en casa? Quien te formó, ¿no te dijo que un hijo es la más grande de las responsabilidades, después de creer en Dios?
Si ya te equivocaste, no cometas otro error dejando la responsabilidad a tu mujer, porque recuerda que los hijos son de dos, si no, recuerda todos los años que estuviste soltero sin tener relaciones responsables con mujer alguna: ¿cuántos hijos tuviste? Lo mismo para ti, mujer.
Entonces, ¿qué te falta para ser un hombre o mujer responsable? Educación. Busca educación, porque mañana tu hijo te cuestionará, y ¿qué le contestarás? ¿Lo golpearás porque te hizo reconocer tu ignorancia? ¿Dejarás a un lado tu obligación?
Como padre que eres, quiere a tus hijos, prepárate por ellos, dales la educación que a lo mejor tú no tuviste; eso no importa: cambia por el bien de ellos, son tu responsabilidad, así les demostrarás que sí los quieres y que ellos son todo para ti. No te avergüences nunca de tu familia; si te dicen «mandilón», tú di «sí, ¿y qué? Es mi familia y yo la busqué».
Al final de cuentas hay pocas amistades que vean por ti, el día que las necesitas se aleja la mayoría; pero refúgiate en tu familia y verás que nunca te falla.
La vida del hombre –si es que así lo decide– busca su complemento, y cuando lo encuentra, lo defiende contra todo, le da todo lo que puede, y él lo guarda y lo cuida y lo reparte en su hogar como lo cree más eficiente. Fíjate que te digo: lo reparte en su hogar, no dice «parte para mi hermano, mi madre, mi padre», sino que todo es para su familia: la mujer tiene responsabilidad primero con su esposo, incluso aunque también trabaje, y él con ella, ambos con sus hijos.
Primero es la casa y después los demás, olvídense del «tú lo tuyo y yo lo mío». Nada de eso: cuando se es familia, «lo mío es tuyo y lo tuyo es mío, porque así lo quisimos al casarnos».


Bibliografía

[Nota del editor: faltan las llamadas a estas referencias en el cuerpo del texto; favor de insertarlas donde corresponda. Asimismo, proporcionar los datos que faltan en las que están incompletas]

1. Jan Lagman, Embriología, c. 2 (pp. 23-25). c. 6 (pp. 63-73).
2. SS Pío XII, «A los padres de familia», 1941, en Así habló el Papa, pp. 174-176.
3. «El Matrimonio», 1942, op. cit., pp. 125-139.
4. Francisco Ugarte Corcuera, El hombre actual en busca de la realidad, c. 1 (pp. 23-28), Panorama editorial, 1997.
5. Francisco Ugarte Oceguera, La amistad, Minos, 1997.
6. Irving F. Dobler López, La responsabilidad en el ejercicio médico, c. 1, p. 8, Manual Moderno, 1999.
7. Víctor F. Villa Steves, Geriatría, Ediciones Cuéllar, 2000.

No hay comentarios:

Publicar un comentario